Esa mañana la luz permanecía recortada por el borde de la ventana, dando directo a tus manos en la mesa del salón de clases. Tu dedo índice jugaba con un mechón de tus cabellos y yo permanecía silencioso, como de costumbre. Siempre estoy al borde del silencio y la costumbre, ese borde se difumina en tus ojos de esquisto verde. La profesora no levantaba la mirada de su cuaderno, los otros niños permanecían escribiendo con una viveza torpe, esgrimida, pocas veces compartida por mi ansiedad y suspiros de desataduras nocturnas. No podía dejar de mirar cómo tu dedo índice disparaba chispas en tus cabellos, quería estar dentro tuyo, ser esa señal eléctrica que modifica el dedo y le da la costumbre del tambaleo. Quise un momento abandonar mi cuerpo de niño obtuso, de bloque de cemento, de pieza de hierro en la garganta. Me levanté de la silla de madera. Iba a gritar algo porque deseaba rehuir del centinela. Iba a gritar solamente. A veces solo falta un graznido en un lugar repleto de gente para rectificar la existencia que no cabe en el cuerpo [Soy un animal colérico en la presencia silenciosa de los extraños]. Entonces se detuvo el tiempo en la primera vocal. Pude notar cómo los pupitres se abultaban en la neblina de las esporas de polvo que sostenían esta vez su vuelo con una quietud parecida a la de una espina en el desierto. Estás Ismael, quieto, frente a mí, esperando mi grito magnético de avestruz. Y las leyes de Newton antes descritas en la pizarra con tiza ahora eran un carnaval de ventisca. No puedo volver al tiempo aún. De pronto me miras, lentamente, como un arrecife que arrastra hacia abajo el peso. -¿Qué estás haciendo ahí parado?... Me preguntas sonriendo. El lunar en tu mejilla me persigna. Suena el timbre. La profesora nos hace salir al patio del colegio. -¿Ismael?... ¿Con quién hablas?... Me pregunta confundida la maestra con sus pensamientos tremebundos. –Vi un pájaro asomarse por la ventana. Respondo titubeante, y una ligera llovizna de luciérnagas recubrió nuestras piernas imaginarias.