La montaña de libros se debía a dos cosas en particular extrañas, o era a causa de la persistencia de una anciana que se empeñaba en consérvalos como fetos, o era la esporádica reproducción de cada uno de ellos. La segunda opción era infinitamente más fantasiosa que la primera, pero como la anciana era de esperar cosas de las cosas (y no es un juego de palabras) era este el relato que le daba justificación al Diógenes Literario. De esta manera, cuando ya se hacia de noche y nadie podía oírlos, los libros cobrados de vida iban tiernamente a encontrarse unos con otros. Traspasaban a duras penas los dos metros que los separaban entre las estanterías con el fin de poder percibirse no como objetos muertos, sino como materia viva capaz de reproducirse. Grandes romances pudieron revivirse entre las hojas de Borges y Baudelaire en donde sólo el silencio de la noche participaba como observador solemne. Nuevos libros mas jóvenes llegarían después de esos apasionados encuentros, libros que la anciana también acogería en sus manos que ya eran eruditas en las formas de sostener los diversos estampados. Fueron así pasando los años y la montaña de libros fue creciendo. La anciana, que seguía insistiendo en pincelar sus labios de rojo y encrespar sus delgadas pestañas a pesar de la adversidad del tiempo, los acogía, de modo que pasar las tardes leyendo era la única forma de sentirse acompañada y llena de vida, a pesar de percibirse absolutamente Kafkiana. “Se nos acabó el presente” Pensó ella un día incitando al descubrimiento y la revelación, “Las letras de estos libros son tan fuertes, no hay momento ahora que pueda con ellas”. La montaña de libros crecía de tal manera que el umbral de la puerta ya no podía verse, la luz que alguna vez se disipó por la ventana hasta la alfombra corrediza se vislumbraba ahora tardía e inexistente. El vidrio había sido reemplazado por torres de libros que obedecían a una arquitectura hexagonal, desde ese entonces, es decir, desde que la anciana perdió la capacidad de conectarse físicamente con el mundo exterior, los libros ya no eran solamente fantasía, sino que eran también su conexión con la vida física y natural, habían ellos inconscientemente ocupado ese lugar en el espacio de una mujer que se aferraba a una idea de la eternidad. Mientras tanto el vendaval de la noche anterior no se había disipado del todo, aunque era ahora mas débil e inentendible. Los libros, tan calados en las paredes y el suelo, apocaban los ruidos externos que alguna ves ella había distinguido y apreciado. En aquel lugar, sólo vivía lo que decían sus paginas. “Si ya no puedo salir de mi casa, me quiero convertir en libro.” Dijo ella un día con un desgraciado tono melancólico. Bebió un sorbo de agua. Pero no le calmó en lo absoluto. Gritó pidiendo ayuda, pero nadie le escuchaba. Sin mas remedio y con un agotado sentido de si misma (una emoción en la cual es muy difícil percibirse) Se levantó de su cama y volvió a pincelar su boca, tomó su abrigo, lo puso en su espalda, tomó su cartera, la puso en su brazo, caminó tres pasos hacia donde alguna ves había pertenecido el umbral de su puerta y se acercó a la montaña de libros que permanecía esforzada en conseguir algo que se asemejase a la respiración humana, pero sin beneficiarse de esa característica biológica en absoluto, conseguía en su lugar un jadeo, que era mas parecido al de un animal cansado o un averiado electrodoméstico (Nada parecido a la realidad). La anciana se afirmó la cartera al brazo. La montaña la miraba fijamente a los ojos, amenazadora, fuerte, inclemente. “Se nos acabó el presente”, dijo la montaña, “Nunca hubo un presente” respondió la anciana, sin temor de ser sorprendida, y se lanzó con los brazos abiertos por encima de los libros, los cuales se desplomaron en su cuerpo como una gruesa gota de plomo. La anciana entonces desapareció y los libros comenzaron a regarse por toda la casa, bajaron por las escaleras, inundaron la cocina, se entrometieron al jardín, fue el parto más grande. Fue ese el día en que la anciana salió al fin de su casa, como el polvo que sale de un libro que se cierra rápidamente, como el conocimiento y la vida que se esparce en las hojas antiguas de algún libro, quedó entonces ella, convertida en ellos.
Fin